Era una de mis primeras sustituciones como médico general.
Un centro de salud grande, con muchos médicos y enfermeras, un horario infernal y muchos pacientes que atender.
En invierno, las salas de espera de los médicos están abarrotadas de pacientes. Unos tosen sin parar, otros se ponen nerviosos porque temen que se van a contagiar. Quieren que se les atienda rápido para poder volver a sus casas.
Con 25 años y recien salida de la Facultad, te parece un hospital de campaña y te agotas, temiendo equivocarte.
Tras cuatro horas de consulta, sentí que necesitaba salir un momento a que me diera el aire para poder continuar otras cuatro horas más que me quedaban.
Al salir al pasillo percibí aroma a café y me dirigí hacia la sala de médicos y enfermeras.
Allí estaban los médicos hablando entre sí. Las enfermeras, más locuaces, hablaban entre ellas de pañuelos de Valentino y Dolce Gabana, mientras se oía un tintineo de pulseras.
Me acerqué tímidamente a la cafetera y me serví un taza de café solo. Cuando me la estaba acercando a la boca, se hizo un pesado silencio. Me miraban con una mueca de desagrado.
Me paralicé. Una de las enfermeras me dijo que si quería tomar café, primero tenía que pagar una cuota como todos. Me excusé diciendo que no lo sabía pero saqué de mi bolsillo unas monedas y las dejé, con la taza de café junto a la cafetera y me fuí.
Al salir, muerta de vergüenza, tropecé con la señora de la limpieza que me dijo muy bajito: " la espero mañana a las seis en el cuarto de las escobas".
Al día siguiente, a las seis, vino a buscarme a la consulta y me hizo una seña para que la siguiera.
Carmen, que así se llamaba, era bajita y regordeta y vestía con uniforme azul. Su pelo rubio lo llevaba en un perfecto moño y usaba una diadema también azul. A mí me recordaba a la Hada de Cenicienta. Su cara era redondita y con una mejillas muy rosadas (chapetas malares, pensé yo, a lo mejor esta mujer padece del corazón). Pero no, luego pude saber que tenía un corazón muy grande pero no patológico.
En aquel pequeño cuarto de las escobas, me tomé el mejor café de mi vida con pastitas caseras hechas por Carmen. Ella me contó que era viuda y que su único hijo había muerto en un accidente de moto. Se hizo Testigo de Jehová para tener compañía y me enseñó muchas cosas de la vida en aquellas cortas conversaciones tomando café.
No la he vuelto a ver.
Carmen es de esas personas que pasan por tu vida una vez y se quedan para siempre.
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Tiene razón Paqui, se tiene que llegar hasta el final, nos tienes incondicionalmente fans de tus relatos 🙂 nos encantan. Vamos
descubriendo una " Doctescrit " 😉 Besitos.
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Cuando se empieza la lectura de un articulo tuyo se tiene que llegar hasta el final, además de una gran doctora eres una estupenda escritora.