Nunca me he sentido más segura como cuando era pequeña y me gustaba ir cogida del brazo de mi madre. Siempre el izquierdo, porque en la mano derecha llevaba el capazo con la compra.
La miraba y la sentía grande, fuerte, segura y siempre con su sonrisa serena, nunca forzada. Saludaba a su paso a mujeres mayores que le respondían con la mano.
De camino a la casa de su madre, paraba en la Tenda de Adeleta a comprar ”un troset de budellet y un poquet de melva”. También le llevaba vino a su padre de una gran barrica que tenía un grifo donde llenaba la botella que traía desde casa.
Mi abuela María vivía en la mitad de la cuesta de la Calle Esperanza, precioso nombre para una calle.
La entrada de la casa servía de cuarto de estar con sillas alrededor y dos butacas de mimbre en la que se sentaban los abuelos a ver la tele. Más el abuelo Pascual, porque la abuela siempre estaba haciendo cosas. A continuación, estaba el comedor con una mesa alargada y una chimenea en la que a veces cocinaba mi abuela. Sobre todo, en Navidad, su arroz con costra para toda la familia. La cocina era un pequeño cuartito a la derecha sin ventanas, donde tenía una cocina de tres fuegos y una pila para lavar los platos. En la parte de abajo guardaba los platos, ollas y sartenes en estanterías protegidas por unas cortinitas de cuadros verdes y blancos. La piedra de mármol siempre estaba limpia y muy blanca. En esa pequeña cocinita hacía almendras garrapiñadas y podía estar media tarde danto vueltas a la ollita de barro con las almendras y el azúcar a fuego lento, hasta que se hacían. A sus once nietos nos encantaba y siempre hacía para todos.
Pero sin duda, mi mayor placer gastronómico era cuando me hacía la tortilla francesa para almorzar y la ponía con mimo en un bocadillo del Forn de l´auelet.
En la parte izquierda había unas escaleras que bajaban al sótano donde había un pequeño aseo y una ducha. Mi abuelo Pascual siempre se duchaba con agua fría, incluso en invierno.
Él fue un niño que nació con “camiseta” que son las membranas amnióticas que lo envolvían al nacer. Se creía que los niños que nacían así y sobrevivían, no morían nunca por accidente ni enfermedad. Aún recuerdo cuando mi abuela me enseñó una bolsita de tela muy antigua y unas pielecitas secas en su interior y me dijo que era la “camiseta” del abuelo. No sé dónde habrá ido a parar esa bolsita pero me hubiera gustado tenerla.
En la parte central había unas escaleras que llevaban primero a la habitación de mis abuelos, sin puerta y a continuación, un tramo de escalera más hacia las habitaciones de mi madre y mis tíos.
Pero lo que más nos gustaba a todos los nietos era subir hasta la parte más alta de la casa, el porchi. Allí se secaban los jamones, los lomos y los embutidos que se hacían con el cerdo que mi abuelo criaba en la casita del campo, La Barrancá.
En el porchi, también había muchas cosas y baúles llenos de fotos antiguas. Recuerdo que había ventanas sin cristales, para que pasara el viento frío y secara bien los embutidos y los jamones.
Recuerdo los distintos olores. Los de los embutidos secándose al aire y el olor de las fotos antiguas de los baúles.
También era muy peculiar el olor a algas que había en la porquera donde se criaba el cerdo en la casita del campo. Mi padre y mis tíos iban a la playa de Altea y cargaban la furgoneta con algas, imagino que serían posidonias, y luego le hacían al cerdo una cama de algas para que estuviera cómodo y fresco. Hasta que le tocaba su día.
Ese día era en enero. Yo nunca vi la matanza pero sí que recuerdo cómo se hacían las sobrasadas, las morcillas y las longanizas en casa de mi abuela. Allí ayudaba todo el mundo. Mi madre y mi tía Isabel se encargaban del lavar las tripas en el puador hasta dejarlas blancas. Mi padre y mi tío Salvador se turnaban para darle vueltas a la manivela para hacer las longanizas. Yo recuerdo que ayudaba a cortar la carne a trocitos y la cebolla para las morcillas. Y mi abuela lo iba organizando según se hacía y colgando en cañas en el porchi. Cada caña llevaba el nombre de cada uno de sus cuatro hijos y otra más, para ellos. El abuelo Pascual miraba todo con seriedad y satisfacción de ver que había criado un buen cerdo.
En esa casa de los abuelos siempre eras bien recibida. Mi abuela María siempre olía a limpio, a jabón de Heno de Pravia. Al verme me daba un beso-abrazo y me encantaba sentirme arropada por sus brazos fuertes y blanditos. Creo que he heredado sus brazos.
Tenía la virtud de hacerte sentir especial. Pero no sólo a mí, sino a cada uno de sus nietos. Conocía el gusto de cada uno de nosotros y siempre tenía lo que te gustaba.
Mi madre y mi abuela se entendían con la mirada. Siempre las vi juntas. Pasaron muchas miserias juntas y eso las unió mucho más.
Siempre he pensado que los niños que viven una guerra más una postguerra y sobreviven, nunca sienten el desaliento. Son fuertes y miran el futuro con optimismo. Siempre piensan que todo va a mejorar. Mi madre era así.
Ella tenía un año cuando estalló la guerra y mi tía Isabel nació en plena guerra civil. Mi abuelo Pascual era agricultor y llevaba las tierras de uno de los señores del pueblo. Eran pobres pero tenían para vivir.
Pero fue llamado a filas y se alistó al ejército. Como otros muchos sufrió demasiado en esos años. Cuando yo era pequeña, recuerdo que nos contaba que un misil cayó junto a él pero no explotó y que al final de la guerra, lo internaron en un campo de prisioneros en Valencia. Cuando llegó al pueblo, después de la guerra, parecía un despojo humano, muy delgado y lleno de pústulas por el cuerpo. Para curarse, se fue al campo a arar la tierra a mano y contaba que por el sudor le salieron todos los males. Estuvo unos días segregando un líquido amarillo y pestilente por la piel hasta que cesó y empezaron a curarse sus heridas.
Y entonces tuvieron que afrontar la postguerra.
La pobreza y el racionamiento se hizo extremo. Tenían que vivir en casa de la madre de mi abuelo. La convivencia no era buena porque no había dinero y siempre le reclamaban que la taza debía estar llena de monedas para poder seguir viviendo allí.
El abuelo trabajaba en el campo y además era sequier pero no llegaba para los cuatro niños que había ya entonces. Mi abuela María se puso muy enferma, su piel se volvió amarilla y vomitaba todo lo que comía.
No había dinero para médicos y los remedios populares era lo único que podía comprar. Le trajeron manzanilla de Zaragoza y a pequeños sorbitos fue recuperándose. Seguramente tuvo una hepatitis.
Cuando se recuperó, tomaron la decisión de emigrar a Argel para poder tener una oportunidad de conseguir dinero y comprar una casita para la familia.
El mismo día que mi madre cumplía los 17 años se fueron ella y mi abuela a Argel.
Continuará,.....
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